La muerte de un líder, modifica percepciones y visiones de corto plazo. Mucho más si se trata de la extensa vida de una persona que ha tenido incidencia local, nacional y mundial. La representación del “todo” de una existencia, nos lleva a dejar de lado anécdotas, desacuerdos, broncas circunstanciales, agradables momentos de encuentro, situaciones tensas, raptos de grandeza o miseria, aciertos y errores, para ver, cuanto sea posible, la síntesis de una obra.
Es el caso del Papa Francisco, suprema expresión de una Argentina conflictiva, desapacible, hiperpolitizada y en muchos sentidos autodestructiva. Se trata del hijo de un país tan contradictorio que puede brillar en el plano internacional a través de los logros de figuras científicas, culturales y deportivas y, a la vez, arrastrarse en el fango de la cotidiana intrascendencia.
Si se observa con serenidad, ese hombre que ha logrado emerger del amasijo argentino y sentarse en la silla petrina del Vaticano como cabeza de la Iglesia católica universal, emite, con su recorrido, un mensaje alentador para los connacionales: es posible trascender, aun cuando se camine desde las periferias.
Francisco fue maestrillo en el Colegio de la Inmaculada Concepción. Foto: REUTERS
Quienes hemos tenido el privilegio de disfrutarlo como maestrillo en el Colegio de la Inmaculada Concepción, solemos tener posiciones diversas y a veces enfrentadas cuando analizamos los cambios de Jorge Bergoglio desde su tiempo de joven aspirante al sacerdocio -aquel flacucho de grandes ojeras-, a su actual imagen pontificia vestida de blanco, ensanchada por su inclinación a la buena mesa y el consumo de corticoides a causa de sus recurrentes enfermedades.
Lo que ha permanecido igual es su sonrisa afectuosa y luminosa en los encuentros con gente que estima o le recuerda momentos gratos de su existencia. Lo que ha cambiado, o más bien se ha profundizado, es su visión del mundo y sus problemas. Esa transformación comenzó en la ciudad de Santa Fe, durante su tiempo de maestrillo de literatura en el mismo período en que se realizaban las cuatro sesiones del Concilio Vaticano II, iniciadas por el Papa Juan XXIII en 1962, y culminadas por su sucesor, Pablo VI, en 1965, dos pontífices que dejaron huella en su evolución personal y religiosa.
La clausura del concilio, en diciembre del citado año, coincidió con la partida de Bergoglio a Buenos Aires para completar su tercer año de magisterio en el Colegio del Salvador y cerrar así una nueva etapa en su camino al sacerdocio. Recuerdo que cuando volvimos a clases al año siguiente, para completar el bachillerato, el colegio y los curas eran otros, así como la liturgia y las concepciones de fondo de los religiosos. Los de la Promoción 1966 nunca habíamos experimentado un cambio tan sustancial en tan poco tiempo. Sin duda, el mensaje de Juan XXIII a los cardenales en el comienzo de las sesiones había encarnado con rapidez en la Compañía de Jesús. Había dicho el Papa que sorprendió al mundo: “Quiero abrir las ventanas de la Iglesia para que podamos ver hacia afuera y los fieles puedan ver hacia el interior”.
Desde entonces, la opción preferencial por los pobres fue manifiesta, al igual que la defensa de los niños y los ancianos. Bergoglio la llevó adelante como sacerdote y, luego, como provincial de la Compañía, maestro de novicios, rector del Colegio Máximo de San Miguel, obispo, arzobispo y cardenal primado de la Argentina. A lo largo de esa carrera ascendente, purgó, sin embargo, dos años de penitencia en la Residencia Mayor de los Jesuitas en la ciudad de Córdoba, episodio que muchos han suavizado con eufemismos y que él definió en su momento como un ciclo de “purificación interior”. Desde muy joven había asumido grandes responsabilidades y acumulado reproches externos e internos.
Francisco, el papa argentino que dejó una marca importante en la historia. Foto: REUTERS
Semejante carrera en rápida sucesión de hechos, había acercado a los claustros de la enseñanza al joven técnico químico, incursión académica que preludió la aceptación de su manifiesta vocación religiosa. También, una insoslayable simpatía por Guardia de Hierro, una agrupación peronista nacida al calor de la resistencia, calificada de derechista por los sectores de izquierda. Quizás su definida posición contra la lucha armada haya colaborado con la adscripción de Bergoglio, que éste nunca terminó de explicitar. Pero los hechos dicen muchas veces lo que las palabras callan, y lo cierto es que varios de los intelectuales de esa agrupación fueron convocados en 1974 por el entonces provincial de la Compañía para conducir la Universidad del Salvador después que el general de la Compañía, el español Pedro Arrupe, le diera instrucciones de pasar el manejo de esa casa de altos estudios a manos de laicos.
En los años siguientes, tuvo que afrontar como provincial de la orden (cargo que ejerció hasta 1979) el durísimo ciclo de la dictadura militar, período en el que muchos curas que adscribían a la Teología de la Liberación, se le fueron de las manos, mientras él trataba de negociar con la Junta de Gobierno -en general con poco éxito y mucho riesgo-, el cese o la mitigación de las persecuciones.
Ese fue un período que lo afectaría para siempre, porque al desprecio de los militares se sumaban las denuncias de familias católicas que le atribuían conductas dudosas. Las versiones al respecto son muchas y contrapuestas. Mientras algunos jesuitas que trabajaron con él en esas circunstancias lo reivindican y mencionan los diversos casos en que consiguió sacar del país a personas señaladas por el régimen, otros afirman que hizo bastante menos de lo que podría haber hecho. Esos fantasmas lo acompañan en su vejez y quizás expliquen ciertos rasgos de radicalización política en sus últimos años.
Es probable que el manifiesto contraste entre sus postulados humanistas y la opuesta dirección que ha tomado el mundo real, sea causa de la intensificación de su crítica contra los males de la humanidad, en particular, los provenientes del Occidente capitalista.
Decidido impulsor del diálogo interreligioso e intercultural, ha visto crecer progresivamente la intolerancia y la violencia, el desencuentro y la muerte. Él, que tanto ha viajado para diseminar la semilla de la paz, ha visto agravarse la división entre pueblos y creencias. También, el envilecimiento de los organismos internacionales creados luego de la Segunda Guerra Mundial, cuyos presupuestos son consumidos en gran medida por burocracias engordadas a contrapelo de sus propósitos originarios: el aseguramiento de la paz y un desarrollo más equilibrado de los países del mundo.
Al mismo tiempo, una de sus preocupaciones primeras, la educación, concebida como adecuado instrumento de cambio e integración social, no ha hecho más que deteriorarse en las últimas décadas en muchos países, incluida, por cierto, la Argentina.
En el ocaso de su vida, ya sin fuerzas, todo aquello por lo que luchó está en crisis. Cabe imaginar que más allá de la fe religiosa que lo sostenía, este panorama tan perturbador debe infundir sufrimiento adicional al hombre que, atrapado en su laberinto, comenzó su transformación personal y su nuevo y esperanzado modo de ver el mundo en esta ciudad de Santa Fe de la Vera Cruz.
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