A Enrique Cadícamo le decían "El poeta de la calle", aunque también era fichado como "La máquina de escribir canciones". Y a Juan Carlos Cobián lo llamaban "El Chopin del Tango". Ambos, no hicieron otra cosa que embellecer al tango y dejar en el cancionero verdaderas obras de arte. Fue una dupla inquebrantable, que no se oxidó ni se ajó, ni se rompió. Y que saltó desde "Anclado en París" ("Tirao por la vida, de errante bohemio, estoy Buenos Aires... anclado en París"), a "Muñeca Brava" ("Che madame, que parlas en francés y tirás ventolín a dos manos") y "Che Papusa oí" ("...los acordes melodiosos que modula el bandoneón").
Cadícamo y Cobían también incursionaron en los perfiles de la época, como lo fue la pobre solterona de "Nunca tuvo novio" y los perdurables e impregnados de melancolía, como "Niebla del Riachuelo" ("Amarrado al recuerdo,… yo sigo esperando"), "Nostalgias" ("Quiero emborrachar mi corazón, para apagar un loco amor, que más que amor es un sufrir"), "Garúa" ("Que noche llena de hastío y de frio") o "Los mareados" ("Rara, como encendida, te hallé bebiendo, linda y fatal"). Hasta llegar al tema que hoy les traigo, "La casita de mis viejos":
"Barrio tranquilo de mi ayer/ en un triste atardecer/ a tu esquina vuelvo viejo/ vuelvo más viejo, los años me han cambiado/ y en mi cabeza nieves grises han dejado…"
¡Qué tema! El dolor, la nostalgia, el paso del tiempo, los recuerdos que nunca se fueron pero que obligan a una profunda reflexión: si valía la pena el alejamiento y si los motivos por el cual se privó el protagonista del incondicional amor maternal lo justificaba. Y, de manera definitiva, revisar fríamente cuáles fueron los errores, si los hubo, que lo impulsaron a dejar ese nido que lo cobijó. Varias preguntas, quizás sin respuestas:
"Yo fui viajero del dolor/ y en mi andar de soñador no fijé mi mal de vida/ pues cada beso lo borreécon una copa/ las mujeres siempre son, las que matan la ilusión. // Vuelvo vencido a la casita de mis viejos/ cada cosa es un recuerdo que se agita en mi memoria/ mis veinte abriles me llevaron lejos/ locuras juveniles, la falta de consejos…"
¿Qué lo llevó a este viajero del dolor a recorrer caminos desconocidos? ¿El sufrimiento? ¿La desilusión? ¿La búsqueda de un mundo de ilusiones y de fantasías, fuera del ambiente de "confort" y bienestar que le ofrecía su hogar? Aparentemente todo fue en vano, pues no encontró solución a sus problemas, y debió calmar sus penas ahogándolas en el alcohol, el sucio vicio que lejos está de ser la solución. El mismo que lo llevó a creer que tomar la decisión final de armar la mochila, guardar la caramañola y emprender el camino a casa, era lo más aconsejable.
Incapaz en su momento de ponerle stop a sus desventuras y sus decisiones impulsivas, los veinte años lo llevaron a locuras juveniles de las que, aunque tarde, se arrepiente. Y entonces ahora, ya "viejo y vencido", decide poner reversa, sabiendo que se enfrentará a un ambiente cambiado y pesado, presumiendo que cuenta ya con la experiencia necesaria y que no lo asustará el viento de cola, si lo hubiere.
A este guapo aventurero todo le salió mal. De ahí que decide volver, pero no encontró mejor escusa que achacarle toda su "mala decisión" y sus resultados adversos a "la mujer", pero… ¿por qué? Y esto último, que hoy quizás habilite a la polémica y el debate (según las interpretaciones de estos tiempos), podía tener varios disparadores. ¿Será que lisa y llanamente considera a la mujer como la fuerza destructora de sus ilusiones y sus sueños? ¿Sinceramente la siente como causal de la desilusión y el sufrimiento por las relaciones fallidas? ¿O porque no lo entendieron o no lo apoyaron?:
"Hay en la casa un hondo y cruel silencio huraño/ y al golpear como un extraño me recibe el viejo criado/ Habré cambiado totalmente, que el anciano, por la voz/ Tan solo me reconoció"
¿Con qué y con quién pensaba encontrarse después de tanto tiempo? Todo había cambiado. El entorno se había modificado, nada era igual, ni él era el mismo; es "un extraño" viajero, desconocido, que al llegar a esa casa debe golpear… hasta por una sencilla razón de educación. Pero jamás se le cruzó por la cabeza al protagonista que solo lo reconocería el más longevo de la familia y por la voz. Aunque también estaba su madre:
"Solo a mi madre la encontré/ de la puerta la llamé/ y me miró con esos ojos/ con esos ojos nublados por el llanto/ como diciéndome/ Por qué tardaste tanto. // Ya nunca más he de partir/ y a su lado he de vivir/ al calor de esta otra vida/ solo una madre nos perdona en este mundo/ es la única verdad/ es mentira lo demás".
Evidentemente, había un motivo más que valedero que marcó su retorno: el encuentro con la madre, ya anciana, en donde fluyen el arrepentimiento y el amor incondicional. El llanto de una madre es la aceptación y el único camino que conduce al perdón. Nadie está al margen de cometer errores, como tampoco existen seres perfectos, pero el amor maternal perdura y abre las puertas del refugio. En uno está no virar el eje de atención en la importancia de la familia, esa que siempre, pero siempre, ofrecerá el lugar de reconciliación.
Nos vemos en la próxima.
Cuando los padres se quedan huérfanos (*)
Existe un período en el que los padres nos quedamos huérfanos de nuestros hijos; es que ellos crecen independientemente de nosotros, como árboles murmurantes y pájaros imprudentes. Crecen sin pedir permiso a la vida, con una estridencia alegre y a veces, con alardeada arrogancia. Pero no crecen todos los días; crecen de repente. Un día se sientan cerca de nosotros y con increíble naturalidad, te dicen cualquier cosa que te indica que ya crecieron sin haberlo percibido.
¿Dónde quedaron las fiestas infantiles, los juegos en la arena, los cumpleaños con payasos? Crecieron en un ritual de obediencia orgánica y desobediencia civil. Ahora estamos ahí, en la puerta de la disco, esperando ansiosos, no sólo que no crezcan, sino a que aparezcan. Allí están muchos padres al volante, esperándolos que salgan con sus pelos largos y sueltos. Y allí están nuestros hijos, entre hamburguesas y bebidas gaseosas; en las esquinas, con el uniforme de su escuela y sus incómodas mochilas en la espalda. Y aquí estamos nosotros, con el pelo cano. Ellos crecieron observando y aprendiendo con nuestros errores y nuestros aciertos.
Principalmente con los errores que esperamos no repitan. Pasó el tiempo de los juegos, el fútbol, el ballet, la natación... porque brincaron del asiento de atrás y pasaron al volante de sus propias vidas. Es cuando empezamos a reflexionar que deseamos haber estado más tiempo juntos, al lado de ellos en su cama, oyendo de cerca su respiración, sus conversaciones y confidencias entre las sábanas de la infancia. Y cuando fueron adolescentes, a los cubrecamas de aquellas piezas cubiertas de calcomanías, posters, agendas coloridas y discos ensordecedores.
Ahí, precisamente, fue donde los padres fuimos quedando exiliados de los hijos. Teníamos la soledad que siempre habíamos deseado. Y nos llegó el momento en que sólo mirábamos de lejos, algunos, en silencio, y esperando que elijan bien en la búsqueda de la felicidad y conquisten el mundo del modo menos complejo posible.
El secreto es esperar. En cualquier momento nos darán nietos. El nieto es la hora del cariño ocioso y la picardía no ejercida en los propios hijos; por eso los abuelos son tan desmesurados y distribuyen tan incontrolable cariño. Aprendemos siendo hijos, después a ser padres y sólo aprendemos a ser padres, después de ser abuelos. En fin, pareciera que sólo aprendemos a ser padres, después de que la vida se nos pasó.
(*) Texto apócrifo atribuido al autor colombiano Gabriel García Márquez.
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