Se nos fue el Papa. Nos habíamos acostumbrado a tenerlo ahí, apareciendo de vez en cuando en las noticias, escuchando alguna intervención descontextualizada que nos enojaba un poco, que no entendíamos. Citas sesgadas o frases sueltas que hacían de Francisco un motivo más del lamento argentino de todos los días. Lo “leíamos” más a través de lo que otros decían de él, y nos quedamos con una reducción al mínimo de su pensamiento y su magisterio. Ahora que lo perdimos, que no lo vamos a tener más, no sólo nos empezamos a dar cuenta de lo que teníamos y no sabíamos valorar –como tantas veces que perdemos a alguien a quien nos habíamos acostumbrado–, sino que además tenemos la posibilidad de descubrirlo de verdad, de leerlo en serio, de que sus palabras y, sobre todo, sus gestos nos iluminen la vida.
Hay mucho que nos va a quedar de sus documentos. Ahí tenemos sus 4 famosos principios para pensar la vida eclesial, política, social, e incluso familiar. Tenemos su tenaz oposición a la violencia en todas formas, en particular, su odio a la guerra. La valoración de la vida de los más frágiles, de los niños (especialmente durante su gestación), de los ancianos, de los pobres, de los migrantes, de los discapacitados. Tenemos su invitación a ser una Iglesia sanadora, hospital de campaña, que abre sus puertas a todos y abraza a los últimos, sin importar su historia, sus ideas, sus pecados. Nos ayudó a abrir los ojos frente al peligro de un tipo de capitalismo que pone al dinero por sobre las personas, que pisa, aplasta y oprime, que nos vuelve zombies consumistas incapaces de salir de nosotros mismos o levantar los ojos para ver al prójimo y a Dios. Nos empujó a la fraternidad, al diálogo, a la construcción comunitaria del bien común. Nos dijo que ya no podemos mirar para otro lado mientras el planeta es destruído día a día por una mentalidad tecnocrática que privilegia un tipo de progreso sin corazón, sin ética, sin humanidad. Nos ayudó a entender que la conciencia de cada persona es la tierra sagrada que debe ser respetada a ultranza, pero que al mismo tiempo no es una conciencia aislada y caprichosa, sino que camina como Pueblo junto a otros, unidos todos por una meta común, por un proyecto, por un ethos pregnado de valores encarnados en una historia concreta y común. Llevó nuestro pensamiento nacional al mundo, sin ser nacionalista. No buscó globalizar ideas, sino ternura y misericordia. Fue, como dijo alguno por ahí en estos días, el argentino más importante de la historia.
¡Serían tantas cosas las que podría seguir enumerando! Pero harían ilegibles estas líneas y obsoleta la lectura del mismo Francisco; me volvería como otros tantos que lo comentaron y que suplantaron su lectura. No. Me gustaría que quien lea esto sienta las ganas de ir corriendo a Evangelii gaudium, Fratelli tutti o Laudato si’. Me gustaría que a partir de ahora Francisco se vuelva más viral que nunca, más fecundo, más vivo que antes. Tal vez ahora sí, y de verdad, Francisco visite la Argentina.
Pero sobre todo, no creo que valga la pena seguir enumerando temas porque todos son secundarios –sí, secundarios– frente a una verdad más honda y primera. Todos tienen un tema fundamental de fondo, una raíz común, una fuente de la cual brotan y se alimentan y cobran vida y luz: la encarnación, muerte y resurrección de Jesús. No hay nada más importante que esto para Francisco: que Dios se hizo hombre, nació por nosotros, tiene un rostro, un nombre, un pueblo, una cultura; sabe qué significa una familia pobre, un trabajo honroso, llevar a la mesa el pan de cada día; entiende el dolor del migrante, del perseguido, del que vive en la periferia; un Dios que no mira la muerte como si fuera una ficción cinematográfica o un problema de otros, sino que la padeció en carne propia –porque se hizo carne– por nosotros hasta llegar al sepulcro. Ese Dios, el Dios de Francisco, es Jesucristo, y es la fuerza que sostiene y anima todo su pensamiento. Bergoglio puede ser contado entre los estadistas más relevantes, o los pensadores de nuestro tiempo; puede ser identificado con un gran político, o un líder mundial. Pero por sobre todo es un cristiano, y desde su fe hacía y decía todo en su vida.
Como Jesucristo, grano de trigo muerto y florecido, ahora también a Francisco le toca hacer su pascua, pasar de este mundo al Padre de la misericordia. Ahora también le toca a Francisco ser ese grano de trigo que cae y muere, para empezar a florecer. ¿Se nos fue el Papa?... ¿o se nos quedó para siempre?
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