La última vez que estuvimos juntos tomamos un café en el bar de la peatonal, porque ya se sabe que los amigos cuando se encuentran o comparten un café, una cerveza o preferentemente un vino. Como eran las diez de la mañana, optamos por el café a pesar que estábamos en el mes de enero y ya se sabe que Santa Fe para esa temporada es lo más parecido a un horno y si bien es opinable que la ciudad tenga la mejor cerveza del país o los mejores pescados de río, yo tengo buenas razones para asegurar que Santa Fe es en los meses de verano la ciudad más caliente de la Argentina. No obstante ello, Jorge andaba por esta ciudad, algo que me llamó la atención porque hacía años que no nos veíamos y, si la memoria no me falla, la última vez que nos encontramos fue en la Jefatura de policía donde yo estaba demorado por una riña, así la calificaron, a la salida de un local nocturno entonces muy famoso y que para más datos estaba a media cuadra de la terminal de ómnibus. Ricardo no recuerdo por qué había caído, y lo más probable que no se lo haya preguntado porque en una cárcel uno no pregunta esas cosas. Nos conocíamos desde los tiempos del colegio secundario. Jorge para entonces ya se parecía al personaje que sería a lo largo de toda la vida: alegre, guapo, mujeriego, tramposo, cabrón y leal a muerte con sus amigos. Yo después enderecé para la universidad y él a lo suyo, es decir, el delito, la noche y a la vocación de vivir sin permiso.
No lo vi en sus mejores condiciones cuando nos encontramos en ese ardiente mes de enero en la peatonal. Barba desprolija de por lo menos una semana, camisa que alguna vez pudo haber sido de marca, pero ahora las marcas en el cuello daban cuenta de los rigores de los años; zapatos a los que ninguna lustrada los podia arreglar y pantalones que a la legua se notaba que hacía rato que no conocían una plancha. Por lo demás seguía siendo el mismo: voz ronca, charla chispeante donde nunca se sabía con certeza cuando hablaba en serio y cuando hablaba en broma, y ese estilo que lo distinguía de conversar a veces mirándote a los ojos, a veces mirando a otro lado, como si estuviera hablando consigo mismo. Uno de los rasgos de la personalidad de Jorge es que nunca se quejaba, nunca te abrumaba con sus fracasos o sus desgracias. Durante ese café, el último, me comentó como al pasar que andaba en la mala, que no tenía trabajo, que se cuidaba de la policía porque había una captura pendiente y, además, unos rufianes de Tucumán se la tenían jurada. Ese sumario de desventuras las comentó como si estuviera hablando de otro y con un tono de voz no muy diferente al que emplea cualquiera de nosotros cuando hacemos alguna referencia al estado del tiempo. Así era Jorge. Y además, justificaba su conducta diciendo que no renegaba de su vida más allá de la buena o la mala estrella porque, como todo derechista (en su adolescencia había pasado por la Juventud Comunista, pero desde hacía una ponchada de años se decía de derecha, "uno de los pocos tipos en esta Argentina de derecha que no reniega de su condición". Y se decía de derecha porque según sus palabras un derechista que merezca ese nombre nunca reniega de su destino, no se queja, no le anda echando la culpa al capitalismo, al imperialismo, a los yanquis o al gobierno de turno de sus desdichas personales), en las buenas o en las malas -y las malas, me consta, eran muy pero muy superiores a las buenas- Jorge no perdía el estilo.
El café se hizo largo y, para seguirla, lo invité a almorzar en el comedor de un hotel del centro. Pidió una tortilla de papas, no quiso saber nada de entrada de mesa y mucho menos de postre, pero eligió uno de los vinos más caros de la carta. Me preguntó acerca de mi vida, se interesó sobre las peripecias de algunos amigos comunes que siempre andaban en falsa escuadra y a cada respuesta mía hacía algún comentario irónico, gracioso, divertido. No hablamos de política, porque yo sabía que esos temas lo aburrían, pero sí se interesó por algunos libros que estaba leyendo. Como al pasar me dio a entender que con la vida que venía llevando desde hacía unos años no solo no tenía casa sino que había perdido los cuatro o cinco libros que releía desde siempre. Se los mencioné para que vea que conocía de su vida más de lo que él estaba dispuesto a imaginar. Onetti, London, Rulfo y los poemas de Vallejo y Drummond de Andrade. No dijo nada pero sonrió, con esa sonrisa algo ladina, algo tramposa y, no sé por qué, siempre agradable. No le pregunté qué andaba haciendo por Santa Fe, pero en algún momento me lo dijo, tal vez porque el buen vino lo había inspirado o tal vez porque como cualquiera que transita por este valle de lágrimas, necesitaba contarlo y él estimó que yo era la persona indicada.
Me habló de una mujer, me dijo su nombre, me dijo que era santafesina y que vivía al norte de la ciudad, por "Blas Parera al fondo". Me dijo su nombre, pero no la recordaba. Luego agregó: "Fue la única mujer, la única, de la que estuve enamorado en serio, la única por la cual hubiera estado dispuesto a cambiar la vida de mierda que llevo, pero no me llevó el apunte". No le dije nada, pero pensé que para cualquier mujer "llevarle el apunte" a un tipo como Jorge era algo así como un desafío complicado, como cantar un "quiero retruco" con un cuatro en la mano. Decía que en el almuerzo no hubo postre, pero pedimos otra botella de vino. Me habló de su problema con los rufianes de Tucumán, me comentó que estuvo a punto de pasar a mejor vida y cuando a La Parca le vio la cara de cerca pensó que si moría nadie en el mundo, absolutamente nadie, se acordaría de él. Jorge cuando hacía esa suerte de confidencias bajaba el tono de la voz, apenas movía los labios y miraba hacia la ventana, aunque sabía que yo no me perdía palabra.
Volvió a hablar de esa mujer y volvió a insistir en que nunca tuvo nada íntimo con ella. "Te la menciono por dos cosas, agregó, porque superada por el momento la diferencia con los tucumanos, pensé que esa mujer que nunca aceptó mis declaraciones más sinceras de amor, que siempre me quiso a su manera, tengo la seguridad que si me muriera, como yo sé que voy a morir atendiendo las condiciones de vida que llevo, que sería la única que derramaría algunas lágrimas en mi memoria, la única a la que le importaría un poquito, apenas un poquito, que yo no esté más en este mundo". La segunda botella de vino se estaba terminando y el mozo esperaba con paciencia que los últimos clientes del restaurante decidieran retirarse. Fue en esos momentos, después de pagarle al mozo y cuando nos estábamos levantando de la mesa, que me dijo: "En estos días sale en libertad el tipo que la violó hace unos años, un tipo que debería estar en cana hasta el fin de los tiempos, pero nuestra muy honorable justicia lo deja en libertad a los cinco años". Ya estábamos en la puerta del hotel cuando comentó a modo de despedida: "No me preguntes cómo me enteré o quién me lo dijo, pero estoy en Santa Fe por eso. A ese tipo lo voy a esperar a que salga y apenas se presente la primera oportunidad me voy a encargar de que nunca más en su vida viole a mujeres casadas o solteras, jóvenes o viejas, lindas o feas". Lo dijo medio riéndose, apenas mostrando los dientes que también reclamaban los servicios de un odontólogo. Después nos despedimos y lo vi cruzar la plazoleta y perderse en dirección al puerto. Mal vestido, desdentado, sus ademanes, sus gestos, y su modo de caminar eran los de un caballero. No sé qué pasó con su venganza, pero no me cabe ninguna duda que después de la visita de Jorge a Santa Fe la ciudad cuenta con un violador menos. Un par de años después de ese café y ese almuerzo en el comedor del hotel, me enteré de carambola que había muerto. No sé si lo mataron o el cáncer se encargó de hacer ese trabajo, porque mis fuentes informativas con Jorge siempre fueron deficientes, pero estas líneas escritas una mañana de lluvia a mediados de febrero son en su homenaje. Tampoco falto a la verdad o cometo una infidencia si digo que en alguna casa "de Blas Parera al fondo", a una mujer que no conozco, y nunca conoceré, la noticia le arrancó algunas lágrimas y, seguramente, encenderá una vela y elevará una oración en memoria del hombre al que siempre le dijo "no", pero nunca dejó de querer.
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