Si en la oferta de la época coexisten un sinfín de procedimientos médicos, métodos psicoterapéuticos, creencias espirituales y prácticas alternativas, es porque responden a la demanda de reducir el malestar en la existencia. Cuando por estos medios se obtienen resultados, entonces el hallazgo personal busca generalizarse y se proyecta desde lo particular a lo universal. Así nacen los consejos de vida.
Fruto de una sola y única experiencia vivencial, se proponen como máximas morales que orientan a quienes se supone desbrujulados en la vida. No obstante, las buenas intenciones siempre encuentran su límite en la complejidad del mundo, en tanto aquello que funciona para uno, no necesariamente funciona para otro, lo cual es difícil de asimilar.
A propósito, quienes se han embarcado en una terapia psicoanalítica, saben que no es usual que allí se introduzcan consejos o directivas conductuales. No se trata de una regla técnica, sino de una orientación ética singular.
Por supuesto, en las interacciones cotidianas los consejos pueden contribuir a resolver problemas o superar dificultades. Solo hay que pensar en la relación entre padres e hijos, entre un médico y su paciente, un tesista y su director o un deportista de alto rendimiento y su entrenador.
En cambio, ya en el contexto específico de un espacio psicoterapéutico, aquí se busca argumentar una perspectiva diferente del asunto. Para comprenderlo es necesario ejercitar la siguiente pregunta: ¿desde qué lugar se profieren los consejos de vida?
Cuando se introduce un consejo, hay que admitir una disimetría entre los sujetos que intervienen en la escena. Quien aconseja se asume como portador de un saber cuyo valor le resulta, si no evidente, al menos necesario en la situación. Incluso llega a pensarse como un gesto altruista y desinteresado, que no persigue más que el bien del prójimo.
Sin embargo, el exceso autorreferencial es patente, o lo que es lo mismo, lo insoportable de las diferencias. He aquí entonces una posición curiosa donde al menos uno se propone como la sana medida de las cosas. Si los desacuerdos se extreman y la paciencia se agota, ¿acaso las discusiones no buscan saldarse con la frase, en tono imperativo, "es por tu propio bien"?
Es cierto que cada uno puede hacer conjeturas sobre qué es lo que conviene para un sujeto en tal o cual caso, pero dicho cálculo siempre estará mediado por la forma de comprender el mundo, sea en los gustos personales, las valoraciones morales o los principios de una filosofía de vida.
En tanto existe una satisfacción narcisista en el hecho de imponer nuestros criterios, Sigmund Freud se pronunció en 1920 en tono de advertencia a los psicoanalistas: "Nos negamos de manera terminante a hacer del paciente que se pone en nuestras manos en busca de un auxilio un patrimonio personal, a plasmar por él su destino, a imponerle nuestros ideales y, con la arrogancia del creador, a complacernos en nuestra obra luego de haberla formado a nuestra imagen y semejanza".
Otras veces los consejos no se legitiman desde un saber o experiencia previa, sino en la convicción de ser empático. En un sentido formal, la empatía es la capacidad de comprender y compartir los sentimientos de los demás.
Desde una perspectiva menos idealista, una forma corriente de delirio según el cual uno puede ponerse en el lugar del otro y entender así el momento que atraviesa. En otras palabras, una confianza excesiva en la propia intuición, que abre las puertas a toda clase de embrollos.
Cuando se impone el axioma "sé lo que es bueno para ti", es el exacto momento donde los oídos se cierran y nada más puede escucharse. Por eso mismo, Jacques Lacan solía repetir que el deseo del analista no es educar ni gobernar.
Encontramos aquí uno de los pilares de la ética psicoanalítica, el respeto por la subjetividad, la singularidad y la diferencia que habita en cada quien. Asumir nuestra ignorancia, lo cual supone dejar de lado el semblante de experto, es la condición necesaria para preservar un vacío donde pueda desplegarse la palabra y la búsqueda de quien arriba a la consulta apremiado por el malestar.
Por otro lado, los que están habituados a dar consejos, tarde o temprano se confrontan con una paradoja que acarrea impotencia y frustración. Es que, incluso quienes solicitan consejo, pueden no tomar en cuenta las respuestas que se proponen. ¿Cómo es posible tal contradicción de términos? La práctica clínica ofrece algunas pistas.
En las entrevistas preliminares a un tratamiento psicoanalítico se busca precisar si un sujeto, además de sufrir y quejarse de su síntoma, está dispuesto a producir un cambio en su posición inicial. Es una torpeza de la comprensión asumir que todo sujeto desea soluciones a sus problemas. Por ejemplo, en un caso se demanda que el analista no sea más que una oreja donde depositar el testimonio del sufrimiento.
En otro, alguien espera que sea un testigo que confirme la situación injusta en la que se encuentra y no más. En efecto, a veces solo se quiere tener razón mientras se sigue enredado en lo mismo, sin importar el precio que se paga. Es lo que llamamos una "posición reivindicativa", lejos aún de preguntarse cuál es su parte en el asunto, por mucho o poco que sea.
Freud entendía que un síntoma no se reduce a su condición de malestar, es también un arreglo. Para bien o para mal, allí se sostienen algunas cosas, por ello en ocasiones es difícil para un sujeto desprenderse de él. Además, introdujo una idea que aún genera rechazo, en tanto contradice las concepciones románticas sobre el ser hablante.
Palabras más, palabras menos, no todo sujeto busca necesariamente su propio bien. No hay nada nuevo en esto, solo que la ética analítica no se desentiende de esta dimensión de lo humano y eso lo cambia todo. Es una ética de excepción que difiere sustancialmente de la moral tradicional. Tan solo una propuesta entre otras posibles para un mismo problema. En definitiva, según la coyuntura vital que se atraviese, cada uno elige su modo de tratamiento del malestar.
(*) Psicoanalista, docente y escritor.
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