Todavía no logro convencerme de que Juanito está muerto. A veces, en mitad de un partido de fútbol por televisión, pienso mandarle un mensaje, como otras veces, sobre un jugador o un director técnico. No es que respetara su opinión como analista sino que sé que mira, perdón, que miraba los partidos, todos los que se debían mirar para estar actualizado en jugadores, técnicos, cotizaciones, compras y ventas.
Tampoco logro convencerme de que la posibilidad de hacer un año -todo un año- un programa radial en Sevilla, está perdida. Que con Juanito era una posibilidad lejana pero eso: posible.
La primera vez que podía haber ido a Sevilla y conocerla no pude por culpa de Juan Carlos Colombres, alías Landrú. Humorista de la tapa de Clarín. Porteño. Porteño total. Sevilla es más que una deuda o ese misterio argentino, de las crónicas policiales argentinas: "lo atacó con una navaja sevillana". Caprichos de "Pulp Fiction" rioplatense tal vez. No sé, me atrae Sevilla y listo.
Los porteños de estirpe son más reales que los llegados al puerto, que suelen ser incansables en la búsqueda de una identidad que no les pertenece. Landrú escribía muy mal y una de mis tareas, para cerrar el pliego de las mostacillas y los chismorreos, era completar la nota que, por un tiempo, él le enviaba a la revista Gente.
Debía reescribirla dejando claros sus chistes. Tarea sencilla porque Landrú no la miraba. Una vez me dijo: "Sé que las cosas se hicieron bien por lo que me comentan". A eso lo aprendí y ahora uso su sistema de corrección: si no me insultan por lo publicado, es porque se hizo del modo que correspondía.
Sevilla fue un faltante desde el comienzo. Llegué a España la primera vez como representante de Editorial Atlántida en un viaje oficial de Alejandro Agustín Lanusse, presidente de facto de Argentina. Era el año 1973, febrero casi con seguridad. Raro viaje el de Lanusse a España. Acaso era para mojarle la cola a Perón, acaso no, seguro que sí, pero alguien en la comitiva sostuvo: "No vayamos a Sevilla porque Landrú hará el chiste inevitable: 'el que se fue a Sevilla' (…)". Tontas "Razones de Estado". Eduardo Sajón, periodista cercano al Partido Militar lo sugirió. Nos quedamos un día más en Madrid y terminamos en un "tablao" internacional donde el problema fue peor: Lanusse le dio al vinito y bailó con una coplera, cantaora… y bailarina. Hubo fotos.
Siempre se dijo que Ileana Bell de Lanusse era triste y que a la noche brindaba demasiado pero esas son habladurías… o, como dijese Borges, "esos son embelecos". Para decirlo bien: "Prendieron unos ranchos trémulos en la costa,/ durmieron extrañados. Dicen que en el Riachuelo/ pero son embelecos fraguados en la Boca/ Fue una manzana entera y en mi barrio: en Palermo". Qué poema ese, que definición de ciudad, de barrio, de vecino. En Borges aún me asombra su virginal lucidez. No lo era, pero era porteño.
Todo con Lanusse era raro. Era un general sonriente, que parecía feliz con sus frases de truco y falta envido a Perón. Su mujer, una de esas rarezas. Otra, el novio de una de sus hijas, Roberto Rimoldi Fraga, cantor de poncho rojo al hombro y exagerados cantos federales, que los muchachos del FEN (Frente Estudiantil Nacional) tomaban como propios. Un peronismo a la violeta. De peña folk. Con los cantantes puestos a personajes de una historia popular es extraño lo que pasa. No se les escucha solo por lo que cantan sino por lo que retenemos de ellos en nuestra marcha. Rimoldi Fraga ahí se fue con su poncho y su alarido. No era lo que él pensaba sino lo poco que dejó en nosotros. El FEN lo usó en "las peñas militantes".
Estábamos dentro de los dieciocho años de proscripción del peronismo y esto, los dieciocho años sin poder estar legalmente, ahora no se entiende con la poca lectura y la mucha premura del siglo XXI (aquello fue duro, cruel y definitivo para entender reacciones). Otro embeleco: en un fogón en Pilar, con el gordo (Jorge) Álvarez convocando a "los guardianes", sobre aquellos años 70, dijo "me voy, tengo otras tareas", un cura jesuita que aún ejerce.
Perón vivía en Madrid y allá fuimos con la delegación oficial. No sé qué motivo oscuro, como todos los motivos profundos, me hacía desear Sevilla, esa catedral de Sevilla, ese río de morondanga (comparado al Paraná, que es mi corazón fluvial) y que, sin embargo, exaltan en canciones todos los que lo ven. Yo entiendo y me sumo. Debo tener un corazón medio gitano, eso me atraía. Guadalquivir versus Paraná. Já.
Hay dos manifestaciones de la canción popular que me resultan inexplicables. El cante jondo y el alarido del chamamé. Con los dos me exalto. Mueven cosas. Tal vez Félix Grande tiene razón. Una noche que compartí con Félix este dijo que, más allá de 1850 y hacia atrás, no había noticias ciertas del flamenco como género musical y que "debía inscribirse entre los fenómenos populares que se dan por sumas y sumas de espíritus y almas y retazos de morerías y fantasmas (…)". Félix Grande obligaba a escuchar. Creer es otra cosa. Del chamamé se cuentan tantas leyendas. Como sea, no hay registros en pentagrama y por allí se entiende el misterio del "cante jondo".
Todo eso fue después. La deuda con Sevilla viene de antes y sigue. Juanito entra por la ventana en esa deuda que aún llevo en la mochila. Habitante de la mesa de cartas de los lunes, se juega, se bebe, se insulta, se bromea: nunca el trabajo. Es una terapia grupal. Un día llegó temprano y le dije: Juanito, si el "Muñeco" Gallardo va de técnico al Sevilla te pido un favor inmenso. "Representame artísticamente", ofertame como la maravilla periodística del Río de la Plata. Quiero ir un año a conducir un programa periodístico musical a una radio en Sevilla. Se rio.
Llegaron otros jugadores. La partida empezó. Tal vez sea necesario aclararlo: Juanito fue periodista, terminó como abogado representante de jugadores y técnicos. Para nosotros era el pibe que apareció un día en esa isla de "humanidades volando" que era la "sucursal" de Clarín y Zoilo. Calle Córdoba. Un faro. Debo una recordatoria del "Zoilo", Zoilo García Quiroga. Tal vez más de una. En ese primer viaje a España, cuando Sevilla se convirtió en deuda conocí al rey, que era príncipe. En un cóctel oficial le di la mano y le dije "qué tal, cómo te va". Ni bola, obvio. Era el agasajo y el besamanos con las autoridades. Usábamos fracs alquilados.
Durante ese viaje tuve un fenomenal brote sicótico. Hablaba como un personaje de Alberto Olmedo y de allí es que Enrique Llamas de Madariaga, el negro Roberto Di Sandro, Osiris Troiani, Fanor Díaz y Osvaldo Papaleo me bautizaron "El Rumano". Subí con la comitiva presidencial y empecé a imitar a ese personaje y no pude parar, me daba cuenta que estaba al borde de algo extraño; cuando se camina a oscuras ya se sabe que no hay modo de esquivar el hueco. No me caí. Me perdonaron. Al pisar Ezeiza volví a encontrarme conmigo mismo.
Aún hoy, si quiero que me ubique rápidamente el gallego Llamas invoco la frase: "don Magallanes, habla el rumano" y en Uruguay Enrique entiende. Entendía. Ahora hace un par de años que no llamo. Tiene filtros en el teléfono. Con el negro Di Sandro igual. Un psicólogo, a quien le narré el suceso, me dijo: "Es interesante tu caso, un típico bloqueo que, por lo que contás, te defendió de culpas". Los libros no explican el alma y mucho menos el alma en vela. Estuve varias veces en
Sevilla. Me agrada esa ciudad, esos barrios y esas historias de los patios, la vieja capital de arribo de un mundo imaginario que cambiaba viaje a viaje. Sevilla me da una lección toda vez que estoy dentro. Cruzar hasta el otro barrio es entender que cada ciudad es un montonazo de cosas propias que no se prestan más allá del puente. Una vez, un lunes antes de una partida de cartas, Juanito me dijo en voz baja: el programa en Sevilla quedará para otra vez. Supe que el "Muñeco" Gallardo no había arreglado con el Club Sevilla.
Alguna vez conté que con/por La Peste, Juanito descubrió que el departamento donde vivía tenía balcón porque lo vino a visitar un hijo y le dijo comamos afuera y -el hijo - abrió las ventanas, sacó una mesa y dos sillas y comieron Big Mac por encima de las copas de los jacarandás en el balcón, en el cuarto piso. Me contó la novedad; tenía balcón a la calle, que nunca había usado.
Tremendo cabrón Juanito en sus relaciones. Pero por lo tanto un riel en sus decisiones, promesas, afectos. No podíamos hablar de política. A los 17 años se afilió al socialismo. Allí se quedó. Compartíamos solo el afecto por Hermes Binner. "Que vos seas amigo de Hermes es un error del alemán", me decía. En la jerga Hermes era "El Alemán". Un lunes tenía programado ir al médico y le dolía el pecho desde el viernes, lo comentó, pero tenía turno el lunes. Andá. Voy el lunes. Andá ahora. El lunes es lo mismo. Juanito se murió en el hospital, ese lunes por la mañana.
No logro convencerme. Me fastidia porque no puedo comentar los partidos importantes con alguien que, donde sea y a la hora que sea los mira/los miraba y porque era tan cabrón que -seguro- encontraba el modo que yo fuese a conducir un programa de radio en Sevilla. Un cabrón re cabrón Juanito. Cumplía siempre. Nunca me preguntó por qué me gustaba/me gusta Sevilla.
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