En el silencio ceremonial que acompaña la muerte de un papa, la historia parece suspenderse. Y sin embargo, es en ese instante, en que el cuerpo se convierte en ausencia, cuando el arte se vuelve más elocuente.
Un repaso por las obras que inmortalizaron a los pontífices como figuras de autoridad, fe y, a veces, conflicto.
En el silencio ceremonial que acompaña la muerte de un papa, la historia parece suspenderse. Y sin embargo, es en ese instante, en que el cuerpo se convierte en ausencia, cuando el arte se vuelve más elocuente.
En este día 26 de abril de 2025, con el mundo congregado en torno al sepelio de Francisco, proponemos un viaje por la historia de los papas tal como fue contada por algunos de los más grandes artistas de Occidente.
Todo comienza en el siglo XV, cuando Melozzo da Forlì pinta "Sixto IV nombra a Bartolomeo Platina prefecto de la Biblioteca Vaticana" (creado hacia 1475). No es un retrato papal en sentido estricto, es una escena de afirmación institucional.
El papa Sixto IV, en su trono, preside una escena que anticipa el nacimiento del Estado moderno. Forlì construye una imagen del papa como garante del orden y mecenas de la cultura, es el poder y es quien canoniza el conocimiento.
En su retrato de Julio II (1511 y 1512), Rafael Sanzio despliega el lenguaje del Alto Renacimiento. El pontífice no mira al espectador. Su postura inclinada, la barba y la atmósfera dan idea de un papa guerrero, pero fatigado.
Rafael muestra, para los especialistas, la tensión entre la representación del poder y la vulnerabilidad del individuo. El papa es un líder, pero ante todo un ser humano.
Esa línea introspectiva se acentúa con Clemente VII, retratado por Sebastiano del Piombo en 1526. El artista, discípulo de Miguel Ángel, tensiona la anatomía y la psicología. El óleo, de tonos oscuros, muestra a un papa de mirada perdida.
El papado de Clemente VII, que se extendió desde 1523 hasta 1534, fue uno de los más turbulentos del Renacimiento: crisis políticas, conflictos religiosos y una gran inestabilidad en Europa y dentro de la propia Iglesia.
El punto más alto del retrato papal renacentista llega con Tiziano y su retrato de Paulo III (1543). El maestro veneciano, muestra la astucia de un político consumado.
Paulo III, el papa que convocó el Concilio de Trento, aparece frágil, viejo, pero con una mirada que casi atraviesa el lienzo. Tiziano no embellece ni mitifica, más bien revela.
En el verano de 1650, Diego Velázquez realiza en Roma uno de los retratos más inquietantes de la historia: Inocencio X. El papa mira al espectador con sospecha, desprecio y lucidez.
Los rojos intensos del trono, el rostro en sombras, todo transmite perturbación. "Troppo vero!", exclamó el papa al ver el cuadro: "¡Demasiado verdadero!".
Con el siglo XIX, el arte se vuelve más solemne. En Pío VII (1805), Jacques-Louis David, le otorga al pontífice una serenidad marmórea. El estilo neoclásico domina.
David pinta al papa como si fuera un busto romano. Pero bajo esa quietud está el drama: es el mismo Pío VII que coronó a Napoleón, y que luego sería secuestrado por él.
Ya en el siglo XXI, Natalia Tsarkova, pintora rusa convertida en retratista oficial del Vaticano, inmortalizó a Benedicto XVI. Su estilo, académico, se inscribe en la tradición ceremonial. El papa aparece revestido de símbolos, en un entorno casi iconográfico.
El último en sumarse a esta galería es el Francisco de Roberto Ferri, pintado en 2015. Ferri, heredero del clasicismo barroco y discípulo espiritual de Caravaggio, logra un retrato potente.
Francisco aparece con una luz casi mística, rodeado de sombras simbólicas. La técnica es impecable, pero hay algo más: Ferri retrata al papa argentino, pero ante todo al hombre que intentó reformar la Iglesia desde adentro.
Dejanos tu comentario
Los comentarios realizados son de exclusiva responsabilidad de sus autores y las consecuencias derivadas de ellos pueden ser pasibles de las sanciones legales que correspondan. Evitar comentarios ofensivos o que no respondan al tema abordado en la información.